En la década de 1930, Hans Selye –hijo del cirujano austriaco Hugo Selye–, observó que todos los enfermos a quien estudiaba, independientemente de la enfermedad que padecieran, presentaban síntomas comunes: fatiga, pérdida del apetito, bajada de peso y astenia, entre otras posibles sintomatologías.
Por ello, Selye llamó a este conjunto de síntomas el síndrome de estar enfermo. El estrés.
Cuando sonó la alarma del móvil María se encontraba justo en ese momento del sueño donde mejor se sentía ¡No fallaba! A veces tenía la sensación que sus sueños y la alarma del móvil eran enemigos. Si es una pesadilla no os preocupéis, que la maldita alarma nunca sonará ¡Que sufra! ¡Que lo viva! Sin embargo, si es un sueño bonito, parece que la alarma está esperando el mejor momento para… brrrrr.
Abre los ojos como puede, agarra el móvil con cierta dificultad, y apaga la alarma. Puede ver entonces que tiene varios mensajes y correos del trabajo sin contestar.
Mientras usa el baño aprovecha para echarles un vistazo. Contesta los mails mientras se lava los dientes, y, mientras espera al ascensor, aprovecha para dar los buenos días a su madre.
Justo cuando va a arrancar el coche, recibe un recordatorio de esa maldita aplicación sin la cual no podría ya vivir. Dice: “Recordatorio para hoy: comprar pan, compresas, y papel de cocina”. Lo tendrá que dejar para la salida del trabajo.
La mañana de Alfonso, sin embargo, parece más tranquila. Mientras rellena informes va echando un vistazo a sus redes sociales. Y lo que parecía que iba a ser una mañana calmada, se empaña de unas prisas y nervios crueles. Puede ver cómo la bandeja de entrada de su red social está al borde del colapso. Una amiga saludando, un aviso de un cumpleaños, un recordatorio de la fiesta de ese fin de semana, otro amigo pregunta la posibilidad de tomar unas cervezas a la salida del trabajo.
Su móvil suena. Es su mujer. Le recuerda que hoy debe llevar al pequeño al dentista, y, a la vuelta, recoger a la mayor de la extraescolar de idioma.
Su mente empieza a trabajar a cien por hora, cuando, despistado, le llega un mensaje al correo del trabajo: “¿Recuerdas la reunión de hoy? ¡Empieza en 5 minutos! ¿Dónde estás?”
Rápidamente recoge sus folios y portadocumentos y se dispone a ir a la reunión cuando la alarma suena. Le recuerda, esta vez, que debe descargar el nuevo capítulo de su serie, y, además, toca llevar el coche a revisión. Hoy. Sin falta.
Marina sale del trabajo dispuesta a darse un largo baño, tomarse una copa de vino con su marido, y perrear en el sofá mientras él ve lo que sea, le da igual. Sólo quiere estirarse en sus piernas y cerrar los ojos.
Por fin llega ese momento en el que mete la llave en la cerradura de su casa, y se dispone a entrar. Tiene la casa patas arriba, había olvidado por completo que su marido tenía una importante reunión y ella, con las prisas de la mañana, había dejado todo hecho un caos.
“Lo primero es lo primero, mi cigarro y mi copa”, piensa ella.
Su móvil suena. Es una amiga recordándole que no ha contestado a sus últimos mensajes. Al mirar el mensaje, comprueba que tiene varias notificaciones en su red social y que, entre tantas cosas, debe acudir mañana por la mañana a la clase de yoga que le había prometido a su amiga.
Prepara el baño y el móvil se vuelve a encender. Le recuerda que mañana debe ir a buscar a la hija de su amiga, y quedársela unas horas, y, a los pocos segundos de leerlo y poner los ojos en blanco, el móvil le recuerda, una vez más, que mañana debía entregar el proyecto en el que su empresa estaba trabajando.
Por cierto, no había comprado papel de baño.
Esa noche Jorge tenía muy claro lo que iba a hacer. Nada.
Iba a cenar con su novio, iban a ponerse esa serie que tanto le gusta, e iban a quedarse dormidos en el sofá hasta que uno de los dos tuviera la fuerza de ir a la cama, arrastrando al otro.
A los pocos minutos de estar ambos en el sofá, el móvil de su novio suena. Era (una vez más) su ex novio saludando. Luego le suena tal aplicación, y luego la otra. Aburrido ya de eso, mira su propio móvil, y alarmado, puede ver como tiene 17 mensajes sin leer, un correo electrónico, y dos llamadas.
Para cuando ambos se quieren dar cuenta, ya están absortos en sus mundos digitales. Organizando aspectos laborales, personales, familiares, y vete a saber qué más.
Claudia tiene sólo 11 años, y hace tiempo que dejó de ser una niña. No puede ni recordar cuándo fue la última vez que llegó a casa del colegio, y sin más, dedicó toda la tarde a jugar, pintar, inventar, enfadar, pelear, volver a pintar, cantar… en definitiva, ser una niña.
Esa tarde sale del colegio cansada, muy cansada. Había tenido a última hora ciencias sociales (¿a nadie se le había ocurrido poner educación física o pintura a última hora? ¿Sociales? ¿En serio?), y sólo le apetecía llegar a casa y ver la televisión.
Mientras caminaba hacia su madre, que le esperaba en la puerta, como siempre aferrada al móvil, se daba cuenta que la idea del sofá y la tele no se iban a llevar a cabo. Mientras caminaban y su madre consultaba el teléfono, le recordaba que esa tarde tenía clase extraescolar de francés, y que al llegar a casa, debía preparar la ropa para la extraescolar de baloncesto, y, por supuesto, hacer los deberes. Claudia preguntó por el fin de semana, y mientras su madre levantaba el dedo en señal de espera, le recordaba que ese fin de semana tenía partido, pintura, hacer deberes, y luego debían acudir a una barbacoa que daba alguien al que Claudia ni conocía, ni quería conocer.
Esa misma noche olvidó que debía hacer una redacción de castellano, pero estaba tan cansada, que lo dejó estar. Sabía lo que le esperaría al día siguiente: “Tu única obligación es estudiar”. Pero valía la pena el descanso de esa noche, desde luego.
Margarita, por su parte, hacía tiempo que había conocido lo que era el “Modo Avión” del teléfono. Para ella era el mejor invento del hombre. Consiste, simplemente, en una tecla del teléfono móvil que hace que la conexión se vea interrumpida temporalmente, con lo cual, sólo tiene acceso a su música, y a algún juego.
Cada noche, antes de dormir, ponía el modo avión en su teléfono y desconectaba; era libre. Por la mañana se despertaba sin ansiedad, sabía que hasta que no llegara al trabajo no lo encendería.
Se duchaba con su música favorita, disfrutaba de su café y sus cereales, y lo mejor, el mayor descubrimiento, disfrutaba del camino al trabajo.
Mientras sonaban sus canciones favoritas, no podía evitar observar a la gente del metro. Todos miraban sus teléfonos. Nadie hablaba. Nadie se miraba.
Una vez llegaba al trabajo, conectaba su móvil y dedicaba unos minutos a contestar los mensajes. Hecho esto, lo volvía a desconectar hasta después de comer.
Su mayor sorpresa, sin embargo, había sido descubrir que su relación de pareja funcionaba mejor que nunca. Ambos habían pactado usar el modo avión. No había distracción, y si la había, era porque uno robaba un beso al otro, o porque sus hijos no querían irse a la cama.
¡Sus hijos! ¡Cómo había cambiado todo! Ya no había teléfonos en casa, así que sólo podían hablar, comunicarse. Y si se aburrían, recuperaban de la estantería esos juegos de mesa que tanto les gustaban tiempo atrás.
Eran libres.
Y como bien se sabe, la libertad viene acompañada de la alegría. Y la alegría, del amor.