La pelota

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Jorge había soñado toda su vida con la pelota. Desde que tiene uso de razón, recuerda que hablaba siempre de lo mismo: la pelota.

Recuerda entonces como, durante el transcurso de los años, y su crecimiento, los mensajes que recibía sobre la pelota iban variando.

  • Jorge, cariño – decía su madre – eres muy pequeño para la pelota ¡Ya tendrás edad! ¡Ahora preocúpate por otras cosas!

Luego, una vez su cuerpo empezó a cambiar (pero no sus ganas de encontrar la pelota), el mensaje era:

  • ¡Pero Jorge! – decía un amigo de la escuela – A nuestra edad no pensamos en pelotas ni tonterías de esas. Pensamos en divertirnos, alcohol, mujeres, fiesta… ¡Ya serás mayor para esa pelota!

Durante su camino hacia la Universidad, fue encontrando diferentes juguetes, maneras de pasarlo bien, y objetos de relajación y placer. Pero, muy en el fondo, Jorge sabía que quería una pelota. La necesitaba.

  • ¡Jorge! – decía su enfadado padre – Ahora mismo tienes que centrarte en los estudios, en ser un hombre con futuro, de provecho, con aspiraciones. Tienes que perseguir tus sueños ¡Ya tendrás tiempo para la pelota!

 

Y un día, casi sin querer, una noche de risas y diversión con los amigos, encontró por fin su pelota.

No podía creer la suerte que había tenido encontrándola. No era desde luego tal y como se la imaginaba de pequeño, como deseaba de adolescente, ni como soñaba en la Universidad. Pero era su pelota. Única. Y la quería.

Entonces, sin querer, se convirtió en esa clase de persona que siempre habla de lo mismo. No podía evitarlo. Estaba radiante, feliz, contento… Y sólo quería hablar sobre su pelota, hacer plantes con su pelota, jugar con ella, incluso dormir con ella. Había nacido para pasar el resto de sus días con esa pelota.

Sin embargo, tal y como suele ocurrir, empezó a descuidar la pelota.

Había nuevos juguetes alrededor, nuevos estímulos, y poco a poco, casi sin querer, dejó su pelota en el rincón de la habitación.

Con el tiempo la pelota empezó a mostrar debilidades. Su cuerpo no era como antes, estaba machacado por el paso del tiempo. Ya no botaba como antes, y, desde luego, no tenía la misma agilidad que tiempo atrás. Sin embargo, le sirvió para pasar sus ratos de aburrimiento en la habitación, o su necesidad de matar el tiempo.

Se tumbaba en la cama, cogía la pelota, y se dedicaba a manosearla pasivamente, mientras pensaba, casi inconscientemente, en otros objetos, otros juguetes más nuevos, más frescos, más divertidos… No era la mejor manera de pasar el tiempo, desde luego, pero ya que la tenía… Peor era no tener nada.

Poco a poco, la pelota fue cogiendo polvo.

Con las semanas, se fue ensuciando.

Luego, desinflando.

Y así fue como, una tarde, Jorge se olvidó de su pelota. Tenía un nuevo juguete, y ya no dedicaba el tiempo necesario a su pelota.

La tenía descuidada, sucia, desatendida. Y así murió, abandonada en un cuarto.

Los años pasaron, los hijos llegaron, y, con el tiempo, los nietos.

Fue entonces cuando Jorge miró a su alrededor, contempló lo que había conseguido, y lloró.

No estaba enamorado de su mujer. Estaba orgulloso y feliz de ver a sus hijos y nietos, por supuesto, pero no a ella. Sabía que se había casado con esa mujer porque, simplemente, estaba allí. Era fácil, sin complicaciones. Y eligió mal.

Años después, sentado en ese viejo bar donde cada domingo se reunía con sus amigos, le dijo a uno:

  • Echo de menos a mi pelota.
  • ¿A tu pelota? – contestó el amigo – ¿Qué me dices de tu familia? ¿Y tu mujer?
  • ¡Lo sé! – contestó Jorge – Pero quiero una pelota. Una vez tuve una, y la abandoné, la descuidé, y murió, o se suicidó, o se cansó… qué sé yo…
  • Pero Jorge, amigo, ya eres mayor para las pelotas. Ya a estas edades ¿qué más da? ¡Eso es para los jóvenes!
  • Cuando era pequeño – dijo Jorge – me decían que era muy niño para la pelota, luego que ya llegaría, luego que debía centrarme en lo importante, ahora que soy mayor… ¿Cuándo es el mejor momento para tener una pelota?
  • ¡Quizá cuando eres consciente de la suerte y lo afortunado que eres cuando tienes una! – contestó el amigo, pensativo.
  • ¡La he cagado! – contestó Jorge.
  • Ya qué más da, para lo que nos queda…

 

Esa misma tarde Jorge corrió a la habitación de uno de sus nietos, habitación que, anteriormente, había sido suya.

Buscó por todas partes.

Abrió cajas.

Miró armarios, cajones, cestos…

Y nunca encontró nada.

La pelota se había ido.

  • ¿Cómo sería mi vida ahora – decía Jorge – si hubiera tratado bien a mi pelota, si la hubiera cuidado, si hubiera arriesgado, si hubiera sido valiente…?

Pero esa respuesta, por desgracia para Jorge, nunca tuvo respuesta.

 

La pelota, quizá cansada de ver cómo había pasado de ser lo principal, a lo último, quizá cansada de vivir abandonada, o quizá porque había encontrado a otro que la tratara mejor… se fue.

Y nunca volvió.

 

Nota del autor:

¿Te ha gustado la historia?

Haz el siguiente ejercicio: Vuelve a leerla, y esta vez, allí donde pone “pelota”, escribe “amor”.

¿Lo entiendes ahora?

2 comentarios sobre “La pelota

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